El triduo Pascual, que comienza con la Misa vespertina del
Jueves Santo y concluyen con la oración de vísperas del Domingo de Pascua,
forman una unidad, y como tal deben ser considerados. Las diferentes fases del misterio
pascual se extienden a lo largo de los tres días como en un tríptico: cada uno
de los tres cuadros ilustra una parte de la escena; juntos forman un todo. La
unidad del misterio pascual tiene algo importante que enseñarnos: nos dice que
el misterio del dolor es seguido por el gozo, porque ya lo presupone y contiene
en sí. Jesús expresó esto en la Última Cena cuando dijo a sus apóstoles:
"estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría"
(Jn 16,20).
En este Viernes Santo os invito a profundizar en ese
tríptico, desde la cima del Calvario de la mano de la Virgen María. Desde el
Calvario, observamos aquella última cena de una forma nueva, fijándonos en la maravillosa dulzura de Cristo, que quiso sentarse a
una mesa con sus discípulos, hombres débiles y limitados, sin excluir a nadie,
ni siquiera al traidor que lo entregaría. Nos fijamos también en la tremenda
humildad de Jesús, que siendo el Rey del Universo, se levantó de la mesa, y
ceñido con una toalla, echó agua en un barreño y postrado en tierra, comenzó a lavar los pies de los
discípulos. Llama la atención la gran liberalidad y magnificencia de Cristo,
que se entrega a sí mismo, su cuerpo partido y su sangre derramada, en la
eucaristía, anticipando sacramentalmente el Jueves Santo, lo que vivirá el
Viernes en su pasión y cruz.
El Viernes Santo, la liturgia de la Iglesia nos introduce en
el misterio de la Cruz, expresión suprema de la entrega amorosa de Dios que
llega hasta la donación de su propia vida. En el madero, el poder de Dios se
torna debilidad y amor. El verdadero amor no domina, es entrega callada,
sacrificada, manos abiertas y traspasadas. Desde la Cruz, la sabiduría de Dios
es para muchos necedad, porque es búsqueda de los últimos, de los pequeños y
perdidos. En ella entendemos que los caminos de Dios no son nuestros caminos.
Dios nos confunde: calla el Dios de los filósofos y se manifiesta el Padre de
Nuestro Señor Jesucristo que quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo
crucificado por amor. Cristo crucificado es el gran signo del amor de Dios que
ofrece su perdón y reconciliación a todos los hombres. Ahora el mismo Dios nos
muestra el misterio de la vida que adquiere todo su sentido cuando está
cimentada en el amor y en la humildad. Ahí está la grandeza de la cruz donde
contemplamos a Jesús que siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el
ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo
haciéndose semejante a los hombres y… y se humilló a sí mismo, obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 6-12).
Pero con la cruz no acaba todo. De la mano de María, que a
los pies de la cruz renueva su Fiat en la Anunciación, se puede otear el
horizonte de la Resurrección. La fe de nuestra madre nos invita a esperar
contra toda esperanza, a no dudar de Dios y a saber que detrás de la oscuridad
nos espera una luz maravillosa. La resurrección subraya el Papa Francisco,
es una fuerza imparable, entraña una explosión de vida que ha penetrado el
mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los
brotes de la resurrección. En medio de la oscuridad siempre brota algo nuevo,
que tarde o temprano produce un fruto abundantísimo.
Tras la Resurrección, la cruz de Cristo se ilumina y se nos
muestra como el único camino para adentrarnos en las entrañas de Dios. En ella
brilla la misericordia, el perdón la generosidad sin límites. La cruz es el
trono desde el cual el Hijo del hombre reina como vencedor del pecado y de la
muerte, porque el amor de Cristo vence sobre todos los odios, rencores,
venganzas y crímenes de los hombres. Desde el corazón de Cristo se derrama una
medicina de amor que sana, libera, purifica y rescata. Aquel que se deja empapar
de ese amor, humano y divino, se eleva con el Señor a lo más alto de la gloria.
Con la certeza de que María Santísima, que siguió fielmente
a su Hijo hasta la Cruz, nos acompaña también a nosotros, después de contemplar
juntamente con ella el rostro doliente de Cristo, esperemos gozar de la luz y
la alegría que irradia el rostro esplendoroso del Resucitado. Vivamos, a través
de la celebración litúrgica del Triduo Santo, junto a la Virgen nuestra
participación en el Misterio Pascual y llevemos allí los dolores y alegrías de
nuestra vida, de la Iglesia y del mundo; renovemos nuestros compromisos
bautismales, y compartamos la victoria de Cristo Resucitado en la Eucaristía.
Preparémonos para escuchar la Buena Noticia que
resonará como himno de victoria: ¡Cristo ha resucitado¡ La muerte y el mal no
tienen la última palabra, sino la Verdad y el Bien, Dios mismo. Dispongámonos a
entrar en este tiempo de alegría y de fiesta. Pidámosle a nuestra Madre, la
primera, según piadosa tradición, en ver a su Hijo resucitado, que por su
poderosa intercesión nos conceda la gracia de experimentar en la propia vida la
resurrección gloriosa de Cristo, que es también la nuestra.
¡Feliz Pascua de Resurrección!