Por fin llega “la hora” tan esperada, la hora en la que se consuma lo que la humanidad había estado esperando por siglos, por fin se llega a su plenitud nuestra salvación. En estos días del Triduo Pascual, vamos a acompañar a nuestro Señor hasta la cima del monte Calvario, para situarnos allí con María y poder así recibir en este año Santo de la Misericordia la medicina sanadora desprendida desde el costado de Cristo.
Si hacemos un poco de memoria, vemos que para llegar hasta el Gólgota hemos recorrido un camino largo y escabroso. Con la Iglesia, nuestra Madre, hemos subido piadosamente la cuesta empinada de la Santa Cuaresma, desde los doscientos metros bajo el nivel del mar de Galilea hasta los setecientos sesenta metros de altura que tiene Jerusalén, hemos escalado cada día estimulados por la oración, el ayuno y las limosnas para poder llegar con el Señor a la Ciudad Santa. En este camino Jesús nos ha anunciado repetidas veces su pasión, hablaba de juicio, de sufrimiento, de cruz y de resurrección.
El Domingo de Ramos, llegamos a Jerusalén, cuando estábamos cerca y vislumbrábamos a lo lejos la ciudad, nos llenamos de una alegría incontenible al sentir que se cumplía lo que anunciaron los profetas: el Mesías entra en la Ciudad Santa. Con sencillez, sin pompas, sin poder, entra el Rey de los judíos montado en un burro, tal y como anunciaron el profeta Zacarías, que decía: “mira a tu rey, que viene hacia ti humilde, montado en un asno”. Es el rey que rompe los arcos de la guerra, el rey de la paz y de la sencillez, el rey que va a cambiar el mundo utilizando únicamente el arma poderosa del amor. Su cortejo es de gente sencilla, personas que están profundamente agradecidas al Señor: mujeres, ancianos, enfermos, niños… En este cortejo también estábamos nosotros cuando el pasado domingo cantábamos con ramos de olivo: “hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor”.
En estos días previos a la Pascua hemos podido palpar la tensión que se vive en el ambiente. Las autoridades judías están deseando atrapar a Jesús, hay enfrentamientos continuos entre el Señor y los letrados y fariseos. Cristo sabe que le queda poco tiempo, se acerca su hora, y antes de pasar al Padre quiere dejarnos su testamento en la Cena del Jueves santo. Las palabras que Jesús pronuncia y los signos que realiza en aquella noche quedarán gravados en la mente de sus discípulos para siempre: con el lavatorio de pies el Señor nos enseñará que amar es servir y hará visible el mandamiento nuevo de amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado; con el pan y el vino nos dirá la manera en que se quedará con nosotros hasta el fin de los tiempos; y con el mandato de “haced esto en memoria mía”, instituirá el nuevo y definitivo sacerdocio.
El Jueves Santo por la noche estaremos velando con Pedro, Santiago y Juan junto al Maestro, que desde Getsemaní nos pide que lo acompañemos en su profunda tristeza. Cuando Judas entregue a Jesús, lo seguiremos en su terrible pasión. Lloraremos ante tanta crueldad, tantas humillaciones, tanta soledad y tanta negritud. Entraremos en el misterio profundo de la Cruz donde se nos muestra que el momento de mayor amargura es también en el que se manifiesta su amor por nosotros de un modo heroico y divino. La liturgia del Viernes Santo se centrará en la adoración de la Cruz, en la que se esconde la maravillosa sabiduría de Dios.
Por fin, el Sábado Santo, cuando anochezca acompañaremos a las mujeres al sepulcro de Jesús y sentiremos una enorme alegría al comprobar que Cristo ha resucitado, Él ha vencido a la muerte, el Amor tiene la última palabra y vive para siempre. En la liturgia del Sábado Santo encenderemos el cirio pascual para significar que Cristo es la luz del mundo, miraremos hacía atrás y veremos en las Sagradas Escrituras como Dios había ido llevando toda la creación hasta el momento culminante de la resurrección gloriosa, renovaremos la promesas de nuestro bautismo y recibiremos llenos de alegría a Cristo eucaristía que, desde su dimensión gloriosa, se queda con nosotros hasta el final de los tiempos.
Vivamos, a través de la celebración litúrgica del Triduo Santo, junto a María nuestra participación en el Misterio Pascual y llevemos allí los dolores y alegrías de nuestra vida, de la Iglesia y del mundo; renovemos nuestros compromisos bautismales, y compartamos la victoria de Cristo Resucitado en la Eucaristía.
Preparémonos para escuchar la Buena Noticia que resonará como himno de victoria: ¡Cristo ha resucitado¡ La muerte y el mal no tienen la última palabra, sino la Verdad y el Bien, Dios mismo. Dispongámonos a entrar en este tiempo de alegría y de fiesta.
Pidámosle a la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la primera, según piadosa tradición, en ver a su Hijo resucitado, que por su poderosa intercesión nos conceda la gracia de experimentar en la propia vida la resurrección gloriosa de Cristo, que es también la nuestra. ¡Feliz Pascua de Resurrección!
+ José Mazuelos Pérez
Obispo de Asidonia-Jerez