En el Triduo Pascual acompañaremos a Jesús hasta el monte,
desde allí podremos mirar al Crucificado y recibir la atracción poderosa del
amor de Dios que se entrega por nosotros. En el Calvario descubrimos el corazón
de la humanidad y el punto de anclaje de nuestra estabilidad. Cristo, puesto en
alto, desde el trono de la Cruz, absorbe el veneno del pecado que estaba
incrustado en nuestros corazones y hace de nosotros “hombres nuevos”.
Desde el Calvario observamos aquella última cena de una
forma nueva. En ella resplandece
primeramente una maravillosa suavidad y dulzura de Cristo, que quiso sentarse a
una mesa con aquellos hombres débiles y limitados, sin excluir al traidor que
lo había de vender. Resplandece también una espantosa humildad, cuando el Rey
de la gloria se levantó de la mesa, y ceñido con un lienzo a manera de siervo,
echó agua en un baño, y postrado en tierra, comenzó a lavar los pies de los
discípulos, incluido Judas, que ya lo había vendido. Resplandece sobre todo
esto una inmensa liberalidad y magnificencia de este Señor, cuando a aquellos
primeros sacerdotes, y en aquellos a toda la Iglesia, dio su sacratísimo cuerpo
en manjar, y su sangre en bebida: para que lo que había de ser el día siguiente
sacrificio y precio inestimable del mundo, fuese nuestro alimento cotidiano.
El Viernes Santo, la liturgia de la Iglesia nos introduce en
el misterio de la Cruz, expresión suprema de la entrega amorosa de Dios que
llega hasta la donación de su propia vida. En el madero, el poder de Dios se
torna debilidad y amor. El verdadero amor no domina, es entrega callada,
sacrificada, manos abiertas y traspasadas. Desde la Cruz, la sabiduría de Dios
es para muchos necedad, porque es búsqueda de los últimos, de los pequeños y
perdidos. En ella entendemos que los caminos de Dios no son nuestros caminos.
Dios nos confunde: calla el Dios de los filósofos y se manifiesta el Padre de
Nuestro Señor Jesucristo que quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo
crucificado por amor. Cristo crucificado es el gran signo del amor de Dios que
ofrece su perdón y reconciliación a todos los hombres.
Al alba del tercer día, la cruz de Cristo, hasta entonces
instrumento de muerte y escarnio, reventó en vida y en resurrección. El amor
siempre es luz y vida. Y el árbol de la cruz floreció hasta la eternidad. La
Resurrección es el misterio que lo resume todo: “si Cristo no ha resucitado
vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados…. Pero Cristo
ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto (1ª Cor
15, 17-20).
Tras la Resurrección, la cruz es el camino para adentrarnos
en las entrañas de Dios. En ella brilla la misericordia, el perdón la
generosidad sin límites. En la cruz Cristo nos invita a retornad a Dios, a no
tener miedo, pues es un Dios que devuelve bien por mal.
La Cruz de Cristo es gloriosa. El crucificado es el
Resucitado. Es el trono desde el cual el Hijo del hombre reina como vencedor
del pecado y de la muerte. El amor de Cristo vence sobre todos los odios,
rencores, venganzas y crímenes de los hombres. Es un amor que sana, libera,
purifica, rescata y pacifica. Es un amor humano y divino capaz de elevarnos con
Él a lo más alto de la gloria
La resurrección subraya el Papa Francisco, es una fuerza
imparable, entraña una explosión de vida que ha penetrado el mundo. Donde
parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la
resurrección. En medio de la oscuridad siempre brota algo nuevo, que tarde o
temprano produce un fruto abundantísimo.
Os invito a actualizar y descansar en ese misterio inefable
de amor que está en el origen del acontecimiento único que conmemoramos en
estos días: "Porque tanto ha amado Dios al mundo, que le ha dado a su Hijo
unigénito" (Jn 3,16). Vivamos, a través de la celebración litúrgica del
Triduo Santo nuestra participación en el Misterio Pascual y llevemos allí los
dolores y alegrías de nuestra vida, de la Iglesia y del mundo. Toda la Pasión
del Señor es manifestación del amor de Dios por nosotros hecho visible en
Cristo su Hijo. Renovemos nuestro bautismo, compartamos la victoria de Cristo
Resucitado en la Eucaristía y gocemos con María, Madre de la Iglesia, la luz y
la alegría que irradia el rostro esplendoroso del Resucitado.
¡Feliz
Pascua de Resurrección!