Manuel Morales Sánchez, agustino
Cuando se cumplen cinco años de la muerte de Chiara Lubich, muchos en la
Iglesia y en el mundo la rememoramos y
la sentimos presente y operativa.
Conocí a Chiara (así la llamábamos siempre) en mis años jóvenes. Septiembre
de 1969. En el Centro Mariápolis de Rocca di Papa, en los Castelli Romani, nos
reuníamos un grupo reducido de sacerdotes y religiosos de toda Europa. A la
entrada, una gran fotografía del Patriarca Antenágoras I en coloquio con Chiara,
invitaba de forma expresiva a penetrar en aquel “espacio” y aquel tiempo de la
Iglesia.
Atenágoras, Patriarca Ecuménico de Constantinopla, era -y sigue siendo
después de su muerte- una figura gigante de la Iglesia Ortodoxa. Amaba
entrañablemente a Chiara y había intuido que en la obra y en la acción de aquella
mujer católica latía “el espíritu de la
nueva Iglesia. Los primeros siglos -decía- fueron para los dogmas y la organización. En los siglos siguientes se
produjeron desgracias, los cismas, la división. La tercera época es la del
amor…Por este camino nos encontramos en el mismo cáliz... Es algo increíble lo unido que me siento al
Papa (era Pablo VI). Para mí mismo es
un misterio”.
Quienes fuimos ordenados sacerdotes en aquellos años 60 recordamos muy bien
aquel aire renovador ecuménico que todos necesitábamos respirar en la Iglesia.
El Concilio Vaticano II (estamos conmemorando los 50 años) nos había abierto
perspectivas nuevas y apasionantes. La Iglesia debía mirar al mundo, a los
hombres, a los no creyentes, a las otras grandes religiones, a las diferentes
confesiones cristianas, con otros ojos. Nosotros mismos, Órdenes religiosas,
obispos y laicos, religiosos y sacerdotes, también teníamos que empezar a
mirarnos de otro modo en el seno de la Iglesia.
En aquel encuentro, Chiara, con una fuerza y un fuego realmente
carismáticos, nos iluminó esos horizontes. Con sencilla espontaneidad presentó,
por ejemplo, la vida religiosa como la Belleza carismática de la Iglesia de
veinte siglos. Todo se entendía y se iluminaba desde la Unidad.
Y efectivamente, ese ha sido el programa de toda la vida de Chiara: “que todos sean uno”. Todos. Chiara ha
establecido puentes con los demás Movimientos, con las otras Iglesias, ha
penetrado en las mezquitas, en las escuelas budistas, en las sinagogas… Ha
creado una profunda amistad con personas de convicciones no religiosas. Ha
llevado la categoría de la fraternidad al mundo de la política, ha puesto en
marcha “la economía de comunión” de la que habla Benedicto XVI en su Encíclica
sobre “la caridad en la verdad”, ha iluminado los “mundos” de la cultura, del
arte, de la filosofía y la teología, de la comunicación, la sicología…
Cuando Juan Pablo II visitó por primera vez aquel Centro Mariápolis de
Rocca di Papa, un 19 de agosto de 1984, estas fueron sus palabras improvisadas:
“El vuestro es un carisma nuevo, un
carisma para nuestros tiempos; un carisma muy sencillo y atractivo, porque la
caridad es lo más sencillo y atractivo que hay en nuestra religión: es la
esencia del Evangelio…En la misma estructura de vuestro Movimiento se refleja
la visión, la eclesiología del Vaticano II. Es el Vaticano II leído con vuestra
experiencia, con vuestro apostolado, con ese principio vital que es el carisma de
vuestro Movimiento”.